«Apretar todos los botones a la vez ha sido un error». Maxim Ósipov: Kilómetro 101
El punto de partida de cualquier razonamiento serio con relación a los bosques y la captura de carbono conlleva a pensar que la gestión forestal va a promover que una cantidad de carbono se capture de la atmósfera y permanezca, más o menos tiempo según cómo se realice dicha gestión, en la tierra. Ello supone que, como se ha comentado aquí varias veces, nunca va a ser la solución al problema, sino una forma de mitigarlo antes de que otras acciones promuevan una reducción efectiva de este exceso de emisiones. Sin embargo, cuando se habla de los sistemas forestales como agentes que pueden actuar en los procesos de mitigación del cambio climático el análisis se suele centrar sólo en un sentido: el de la captura. Así, se olvida (o se margina interesadamente) una de las partes del ciclo del carbono: la re-emisión del carbono capturado por la biomasa forestal hacia la atmósfera. Por poner un símil cercano, es como si se quiere analizar el ciclo del agua en una determinada cuenca hidrológica, y se pone todo el esfuerzo en medir la precipitación que recibe, y se olvidan de afinar aspectos como el impacto de la gestión forestal, la escorrentía, etc. En definitiva, parece que lo interesante es iniciar el proceso de captura, incluso maximizarlo en algunos casos, y después desentenderse (por activa o por pasiva) de cómo se produzca la citada re-emisión. Es preciso tener en cuenta que el carbono en los productos forestales (lo que se conoce como “harvested wood products”) alcanza una cierta importancia en los inventarios de emisiones de gases invernadero. Por poner dos ejemplos, datos recientes muestran que en España llega a representar 2,7 millones de toneladas de carbono (casi un 1% del conjunto de emisiones a nivel nacional, o un 6,5% de la captura vinculada a las tierras forestales), mientras que en Estados Unidos se estima en un 11% de la captura que realiza todo el sector forestal.
Esta situación que estoy mencionando se puede apreciar en la normativa actual referida a los proyectos de absorción, donde, por un lado no se comenta nada al respecto, ni, por otro, el plazo establecido no abarca, a priori, el turno de una especie de crecimiento lento, con lo que resulta inviable pensar en estos productos. Por otro lado, si acudimos a los procedimientos admitidos internacionalmente para el cómputo del carbono en los productos a nivel nacional, nos encontramos que se toman hipótesis acientíficas (cuando se ha re-emitido el 50%, lo que llaman “el valor de semivida”, se asume que todo el carbono se re-emite), y las cifras adoptadas son, muy rácanas con la gestión forestal (2 años para el papel, 25 para los tableros de madera y 35 para la madera aserrada). En una época donde nunca ha estado la madera con tanta presencia en el torbellino mediático, donde hay codazos, e incluso patadas en las espinillas, por utilizar la palabra bioeconomía, donde se le añade, además, el adjetivo “circular”, y ahí se encuadra el llamado “efecto cascada” de los productos derivados de la madera, pues, con todo ello, la re-emisión del carbono se circunscribe a esas dos categorías si dejamos de un lado al papel. Es decir, que el escenario que acabo de presentar, o el que se pretende alcanzar, no encaja con acciones como los nuevos productos derivados de la madera, el pronosticado desarrollo de la madera en construcción, etc. Dicho de otra forma, esta consideración no tiene en cuenta ningún aspecto adicional relacionado con mejoras futuras en aspectos como la eficiencia en la circularidad. Nótese que esta idea puede ser relevante a la hora de planificar la gestión de la masa, como después comentaré.
Sin embargo, si vamos a lo que proponen algunas certificadoras vinculadas a los mercados voluntarios de carbono (e.g., VERRA) se aprecia una forma distinta de computarlo, siguiendo publicaciones del siglo pasado donde se basan en cómputos anuales sobre cómo se re-emite el carbono en función del tipo de producto. Por ejemplo, asumen que el carbono presente en la madera con destino a sierra en los países templados tarda cien años en oxidarse, aunque existen otros estudios de la época que aportan horizontes mayores para ciertos productos más específicos. Con independencia de este detalle, sin duda ésta es una aproximación mucho más creíble, aunque, al igual que he comentado anteriormente, la tipología de productos considerada es aún demasiado básica si la comparamos con la existente en la actualidad. Y si hablamos de empresas dedicadas a la certificación forestal, hay que destacar que en los estándares más utilizados, salvo error u omisión por mi parte, tampoco se menciona nada de esto: en lo que se refieren a los productos forestales, no se contempla la distinción entre aquellos que pueden capturar el carbono durante más tiempo. Quizá sería bueno que, en el futuro, se implicaran más en estos aspectos.
La insistencia con la destaco la importancia de la contabilización de estos flujos no resulta baladí. Si la propiedad tuviera un incentivo sólido para modificar la selvicultura y los los turnos de algunas especies, ello redundaría en una mayor oferta de servicios ecosistémicos en el monte objeto de estudio. Ese incentivo pudiera ser el incremento del carbono al considerar adecuadamente los productos derivados de las trozas bajo las nuevas formas de gestión. Además se justificaría con más fundamento realizar actuaciones que pueden reducir, por ejemplo, el combustible existente (clareos, claras, podas, etc.). Asimismo, alargar el turno favorece la oferta de otros servicios ecosistémicos en el citado sistema forestal considerado, lo que pudiera motivar que ese carbono tuviera un sello especial al favorecer dichos servicios. Ese sello especial, al estilo de lo que se acaba de promover en Portugal hace unos meses, podría justificar un precio unitario mayor por cada crédito, con lo que ello compensaría costes adicionales. Y también, sobre el papel, permitiría a la propiedad disponer de otra herramienta para diversificar no sólo el output de servicios ecosistémicos, sino también la estructura de la masa. En efecto, se podría buscar más fácilmente un equilibrio entre unidades de gestión con turnos más cortos, y otras con turnos más largos orientadas a otros usos. Todo ello añadiría mayor complejidad a, por ejemplo, plantaciones orientadas a la producción de servicios ecosistémicos de provisión.
Finalmente, y haciendo mención del título de esta entrada, no creo que amputar los años considerados para computar el carbono en los productos sea nada bueno para el sector forestal. Si atendemos a los horizontes de planificación normales, no es descabellado pensar que la innovación en otros sistemas de captura de carbono puedan ir reduciendo su coste, y puedan alcanzar un punto donde, desde un punto de vista que sólo considera aspectos financieros, se justifique no invertir en los sistemas forestales por esta cuestión. Sin embargo, si a esos créditos se les añade otros atributos asociados a materiales más nobles, pilares de nuevos modos de construcción, y asociados a la preservación y mejora de un conjunto de servicios ecosistémicos, estoy convencido que, en este caso, pueden competir tranquilamente. ¿Seguimos “descarbonizando” lo que no hay que descarbonizar?