Los conflictos entre la fauna salvaje y el hombre son tan antiguos como la existencia de la especie humana. En efecto, al aumentar el crecimiento de la población y según retrocedía en muchos países la frontera forestal para dar paso a cambios de uso de la tierra, poblaciones de ciertas especies pasaban a ponerse en riesgo más o menos severo. Con el fin de mitigar dichos riesgos e incluso de luchar contra ciertas extinciones probables de otras especies, diferentes organizaciones, y, en general, de forma muy loable, se han creado para concienciar a la población e intentar parar o cambiar ciertas acciones contrarias a la supervivencia de dichas especies. Sin embargo, en los últimos años se está produciendo un fenómeno inverso, aunque de distinta intensidad: el cambio de uso de tierras motivados fundamentalmente por el abandono de zonas rurales está provocando que poblaciones de algunas especies (quizá el jabalí sea un ejemplo muy claro en España) crezcan sin control y estén provocando numerosos daños tanto a las personas (se estimaban en el año 2011 más de 14000 accidentes al año, cifra que seguro se ha incrementado últimamente), a como a los cultivos (miles de hectáreas al año en toda España). Estos daños en algunas Comunidades Autónomas se evalúan por millones de euros al año. Desafortunadamente, el problema no hace más que crecer y ciertas medidas (ayudas públicas o incluso seguros) no están consiguiendo una satisfacción mínima entre los afectados. En muchos lugares, tienen que ser los propios propietarios agrícolas los que inviertan en medidas para evitar estos daños, o bien dejan de cultivar productos/criar sus animales hartos de sufrir este tipo de consecuencias.
Este tema requeriría mucha más profundización, pero lo que más me llama la atención es la falta de empatía por parte de numerosos sectores de la sociedad que sigue viendo a estos animales como una suerte de animales de compañía que deben ser igual de protegidos que sus propios perros o gatos. No quieren darse cuenta (o, si se dan cuenta, desprecian a lo rural con su actitud) que son animales salvajes cuyas poblaciones han crecido de forma incontrolada y se necesita realizar ese control antaño existente. Asimismo, resulta curioso comprobar cómo parte de ese control se ha dirigido hacia los cazadores, personas que han visto cómo se está continuamente vilipendiando su labor y que, por otro lado, se las ve, de forma injusta, como responsables de este crecimiento incontrolado que sufren los cotos a los que están adscritos. Igual no sería descabellado pensar en que otros agentes deberían, en este ámbito, de velar más por los intereses de los habitantes del medio rural, si es que, por cierto, se le quiere impulsar de verdad.
La solución no pasa por criminalizar a nadie, sino por llegar a consensos más o menos razonables para todos. No se trata de exterminar ninguna especie, sino que se llegue a unas poblaciones aceptables en todos los niveles (ambiental, ecónomico y social), que permita tanto las actividades propias del medio rural a través de programas integrales que incluyan a todos los grupos sociales afectados y focalizados a la problemática de cada área rural. Desafortunadamente estos teóricos programas se ven obstaculizados de inicio por la falta de integración de la gestión del medio rural en España. Para una misma unidad del territorio pueden coexistir planes de gestión forestales, agrícolas y ganaderos, cinegéticos, ambientales… sin que, en general, se procure que las recomendaciones de uno de ellos se aborden en los demás. Esta misma idea de desagregación, por desgracia, se puede ver en los estudios universitarios asociados al medio rural, en las competencias de los ministerios actuales, etc. Por mucha propaganda oficial que se difunda, con estas semillas, mimbres, y crías resulta muy complicado abordar los problemas del rural, empezando por el reto demográfico.