Dejando a un lado expresiones amplia y excesivamente utilizadas, como es la idea de sostenibilidad y sus variantes, otro concepto que en los últimos años ha adquirido un formidable apogeo es el de la economía circular. Este auge se puede comprobar con indicadores bibliométricos, sociales, por su presencia en los medios de comunicación o, incluso, por su reconocimiento en Premios tan prestigiosos como el Princesa de Asturias. Sin embargo, a pesar de su importancia diaria y creciente, si a alguien le preguntan por la definición de este concepto, las respuestas pueden ser muy variadas, cubriendo un espectro bastante amplio de ideas y vínculos con diversas ciencias. Es decir, al igual que lo que ocurre con la idea de sostenibilidad, se puede afirmar que es un concepto algo abstracto, multidimensional y que se escapa a ciertas simplificaciones interesadas. El objetivo de esta entrada es profundizar un poco en su caracterización, pero no tanto desde un punto de vista epistemológico, sino intentando aportar una visión de conjunto que pueda ser de ayuda al lector interesado.
Con el fin de ilustrar lo arriba comentado, baste decir que la multiplicidad de definiciones vinculada a la noción de economía circular se resume en un artículo del año 2017 donde se caracterizan 114 definiciones distintas. Como bien concluyen estos autores, cuando una idea se convierte en tendencia, y máxime en estos tiempos de redes sociales, se tiende a difuminar su verdadero significado. No obstante, únicamente quisiera resaltar una definición muy reciente que, a mi juicio, introduce una perspectiva novedosa y que entronca con otras disciplinas de una forma lógica y natural. Así, los autores insisten, en primer lugar, en aspectos imprescindibles y bien conocidos, como la premisa de los flujos cerrados de recursos, minimizando el uso de inputs no renovables, y la optimización de dichos flujos a lo largo del sistema. Es decir, en una economía circular perfecta los inputs serían los mismos que los outputs. Algunos de estos recursos pueden incrementarse o decrementarse, pero esas variaciones se compensan internamente (es decir, sin acudir a otros recursos externos al sistema). Pero, y esta es la novedad, además de estos argumentos muy conocidos añaden otras dos muy esclarecedores. El primero viene a decir que la economía circular tiene sentido si se considera a diferentes niveles. Es decir, para obtener una alta circularidad ésta debe alcanzarse (reciclaje, minimización de residuos) en unas determinadas empresas, pero siempre que se garanticen en otras que están a nivel inferior. La segunda es admitir (esto es la primera vez que lo veo en este contexto) que la circularidad perfecta (un grado de circularidad donde esa economía llega a un estado estacionario donde no hace acopio de inputs externos) es un punto ideal. Es decir, que habitualmente no se va a lograr alcanzar dicho estado debido a fallos errores que impiden que todos los sistemas sean cerrados y que, por ello, haya que acudir a hacer acopio de otras materias primas.
Esta idea de punto ideal, en el sentido matemático del término, es bien conocida en otras esferas técnicas como puede ser la forestal. Todos aquellos que hayan estudiado la ordenación de montes más clásica se acordarán del concepto de “bosque normal”, es decir una estructura ideal de la masa forestal que sólo se dará después de muchísimos años (no se sabe cuándo), y que a priori no se puede definir. El interés de esta aproximación es que, si se es capaz de definir los indicadores adecuados, se puede definir el grado de circularidad de una economía a partir de la distancia a ese punto ideal donde dichos indicadores tengan en cuenta este estado utópico. Poniendo un ejemplo muy simple y unidimensional, es como si se quisiera caracterizar la economía de los diferentes países bajo un único indicador (emisiones de CO2) y los países mejor situados serían aquellos que presenten valores de dicho indicador más cercanos al óptimo (es decir, cero emisiones). Llegados a este punto, conviene insistir en que esta definición se establece a un nivel muy agregado, pero esas pautas se pueden replicar a los otros niveles en los que habitualmente se descompone la circularidad: meso, micro o nano, obligando a definir indicadores que pudieran encajar en esta filosofía.
Y esto nos lleva a las evidentes relaciones de la circularidad con la sostenibilidad, si cabe muy marcadas a la hora de caracterizar conceptos, como estos, que presentan un grado de abstracción. Así, de la misma forma (aunque algunos lo quieran obviar) que para la sostenibilidad se definen unos pilares, aquí es necesario referirse a ciertos niveles, y para ambas ideas no existe un indicador único que caracterice, bien sea la sostenibilidad o la circularidad. Por otro lado, hablando de indicadores, a nivel de sostenibilidad, los ejemplos son muy numerosos… al igual que para la circularidad. Así, hay trabajos que recopilan sesenta y un indicadores distintos. Por ello, sigue siendo indispensable agregarlos con propiedad, agrupándolos cuando sea menester y otorgándole pesos diferentes en función de su importancia en cada uno de los ámbitos respectivos. Estos pasos: definir indicadores, establecerlos correctamente de forma jerárquica, obtener los datos correspondientes, ajustarlos con pesos preferenciales distintos y, por último, agregarlos correctamente sería la hoja de ruta correcta para abordar un estudio de circularidad. Sin embargo, mirando a otros ámbitos, ello no se produce en muchas ocasiones, y el ejemplo más claro que demuestra este hecho se corresponde con los más de 240 indicadores definidos para caracterizar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Por desgracia, éste y otros problemas que presentan los ODS quedan siempre oscurecidos por el halo de buenismo excluyente innato a su uso cotidiano.
Por otro lado, también conviene caracterizar las ideas de circularidad y la bioeconomía. Por desgracia, a veces se toman ambos términos como sinónimos, cuando no tienen por qué serlo, y, además, no se tiene en cuenta el punto de partida en muchos casos. Es decir, se ha extendido la idea de que nada era circular y ahora, de repente, se unen estos conceptos (por ejemplo, bioeconomía y circularidad) para crear algo nuevo cuando, repito, en algunas ocasiones siempre ha existido esa relación, como ha sido lo habitual en el ámbito forestal. De forma resumida, la economía circular siempre tiene una parte de carácter bioeconómico (el famoso gráfico en forma de mariposa de la Ellen McArthur Foundation lo destaca en color, como no, verde), y otra, de carácter técnico que no tiene relación con la bioeconomía y que en alguna parte de esos procesos presenta vinculación con recursos no renovables. Ello no es óbice para señalar que ambas ideas se encajan dentro de un paraguas que algunos autores calificaron en su momento como ”economía verde” y que muchas veces se vincula a aspectos vinculados a la sostenibilidad. Finalmente, quisiera resaltar dos hechos. El primero es que dentro de esta nueva clasificación (“bioeconomía circular”) existen tendencias dispares que invalidan cualquier simplificación. El segundo se refiere al origen del término “bioeconomía” (literalmente la unión de biología y economía) acuñado por Georgescu-Roegen en los años setenta del siglo pasado y que estaba inequívocamente relacionado con su interpretación de cómo debía funcionar la economía y el origen biológico de ciertos procesos económicos. En definitiva, aunque se intenta desvestir la bioeconomía de cualquier componente, análisis o razonamiento de tipo económico, sus raíces son inequívocamente claras, para disgusto de los que quieren disfrazar ciertos discursos vacuos e intencionadamente acientíficos.