Cuando se habla de gestión forestal, a lo largo de muchos años ha resultado habitual añadir como adjetivo el carácter de “ideal” a la misma. Como se mostrará a continuación, esa caracterización estaba basada no en aspectos espurios, sino en el convencimiento de que se podía llegar a ella a través de un método, basado en principios sólidamente establecidos en propuestas teóricas pertenecientes a diversos campos de conocimiento. No obstante, en los últimos tiempos se puede apreciar un descenso en cuanto a la necesaria pulcritud a la hora de adoptar el término “ideal” como acompañante de lo que debe ser la gestión forestal. Es decir, empieza a ser un calificativo que se incluye dentro de ese conjunto difuso de soflamas que todo lo envuelven y nada aportan. Así, se intenta justificar que es “ideal” porque se propone individualmente (bien sea una persona o una organización) y eso, según los proponentes, no debe ser cuestionado bajo ningún concepto, máxime si se justifica en aras de un supuesto bien común condensado en ciertas agendas políticas.
El concepto “ideal” en la tradición forestal ha estado vinculado a la idea de “monte normal”, que por inalcanzable (y menos en la vida del gestor) se asumía a una meta por la que se debe porfiar, de acuerdo con los objetivos deseados por la propiedad en cada momento. Numerosos textos clásicos en la ciencia forestal han profundizado en esta idea. Por poner algunos ejemplos, ya en Olazábal (1863) se definía claramente como el ideal de la Dasocracia establecer un turno técnicamente óptimo o de máxima renta en especie. Este óptimo ha sido corroborado por muchos autores, tanto desde el ámbito forestal como el de la economía de los recursos naturales. Eldredge (1928) concluía que la máxima producción por unidad de superficie y el rendimiento sostenido asociado a una planificación forestal efectiva constituían el ideal del forestal. Esta definición coincide con los postulados de Mackay (1944), quien afirma que la renta anual, constante y máxima es el ideal de la gestión. En cualquier caso, ambos aportes resultan muy interesantes porque incorporan simultáneamente más de un objetivo al análisis. Otro autor de referencia (Assmann, 1970) ya diferencia un ideal selvícola que proporciona una gestión sostenible (“ideal”), en contraposición a la selvicultura “real” asociada a los cantones donde se van a efectuar las cortas finales previstas.
En definitiva, se observa cómo se define un modelo “ideal”, sustentado por evidencias teóricas frente al que no se olvida la ejecución de un modelo real, mucho menos exigente a la hora de justificar ciertas actuaciones. Un ejemplo fácil de entender sería las masas irregulares, con una irregularidad pie a pie, donde es más o menos sencillo definir un modelo ideal… pero muy complicado de ejecutar y de alcanzar dicha meta: una masa donde los pies de cada clase de edad sigan una determinada progresión. Es decir, aquí los gestores fijan unos comportamientos ideales en el futuro de acuerdo con variables dasométricas, ciertamente sostenibles, pero, a la vez se definen actuaciones que estén conformes con los objetivos de la propiedad y que permitan, a muy largo plazo, acercarse a dicho ideal. En síntesis, lo “ideal” se define y justifica según la ciencia forestal, y la forma de proceder es la de perseguir esa situación atendiendo a los objetivos marcados en un plan de gestión y evaluando el coste de oportunidad de cada medida. En definitiva, lo “ideal” no es una ocurrencia desinteresada, sino un modelo que ayuda a compatibilizar lo necesario y lo posible atendiendo a un fin último perfectamente establecido y, por supuesto, debe estar fundamentado según principios técnicos o científicos.
Conjugar lo real dentro de lo ideal en un contexto de planificación a largo plazo parece, a priori, una medida prudente y deseable. Además, esta forma de actuar se ha demostrado muchos años después como perfectamente asumible, ya que es la base de modelos de decisión multicriterio, donde se pretende obtener soluciones factibles a problemas que incorporan múltiples objetivos. El más popular sería la programación compromiso, donde se procuran las soluciones más próximas a un ideal previamente determinado, que van a diferir según se mida la distancia al mismo, y las preferencias del centro decisor. Es decir, salvando las distancias, justo lo que han hecho secularmente los ingenieros de montes, y esta afirmación no es baladí porque incluye aspectos cruciales: incorporar a la gestión varios objetivos, justificar inicialmente dicho ideal, y plantear alternativas en el medio plazo que, de acuerdo con los objetivos de la propiedad, permitan aproximarse a dicha meta. En definitiva, lo “ideal” tiene poco de ocurrencia, y mucho de trabajo previo y de aplicación de conceptos técnicos.
Por el contrario, otras veces se justifica, con acierto, una gestión ideal vinculada a no cortar ciertos rodales sobremaduros con el fin de proteger cierta fauna vinculada a estos sistemas forestales. Sin embargo, gestionar estas superficies acotadas bajo parámetros de no gestión y justificar que es la solución ideal con un propósito monobjetivo centrado en conservar una especie emblemática no significa, en ningún caso, que la gestión ideal sería no realizar cortas finales, de forma permanente, en cuarteles o montes en su totalidad con esos supuestos fines protectores, con independencia de su edad actual. Aquí el término “ideal” se prostituye y queda al albor de un juicio de valor realizado por personas ajenas a cualquier fundamento de la gestión forestal. Un ejemplo parecido se podría pensar en un monte con un potencial micológico notable. Si se conoce que la máxima producción de un determinado hongo ocurre a los 40-50 años, lo “ideal” no sería fijar un turno cercano a este umbral, sino provocar un modelo de gestión que asegure al menos una parte del monte que siempre tenga esta edad y así asegurar una producción lo más constante posible. Aquí la gestión ideal pudiera ser un turno mucho más dilatado, de acuerdo con otros objetivos de gestión, pero la gestión real posiblemente le obligue a fijar un turno y a modificarlo (al alza o a la baja) en cada unidad de gestión de acuerdo con la producción observada. Es decir, que los cálculos se pueden realizar de acuerdo con ese objetivo ideal, pero la gestión efectiva se sobrepone atendiendo a las condiciones de cada cantón.
En definitiva, los ejemplos anteriores muestran cómo la integración del epíteto “ideal” responde a un bagaje (teórico y empírico) que ya ha sido, en general, corroborado y aceptado en el ámbito forestal. Ahora bien, justificar un proyecto, solicitar una subvención afirmando que se va a desarrollar una gestión “ideal” sin definir ni justificar dicha condición supone perpetrar el enésimo engaño bajo el paraguas de ciertos conceptos maleables y, al parecer, imprescindibles para criticar actuaciones pretéritas en los sistemas forestales o para rellenar cualquier tipo de memoria pseudocientífica.