Desde hace más de un siglo, célebres economistas como Marshall o Pigou introdujeron o desarrollaron un concepto que servía para detectar determinados fallos de mercado derivados de las consecuencias de las acciones de un agente económico sobre otro, y que no presentan un precio de mercado. De forma muy sucinta, esta es la idea de una externalidad. Este concepto es útil para señalar aspectos como la polución (el coste de contaminar no siempre lo asume el agente que lo ha provocado), lo que daría lugar a las externalidades negativas. Éstas han sido abordadas con mucha atención porque se demandaba que los gobiernos adoptaran medidas para internalizar estos costes externos no contabilizados a priori. Sin embargo, también existen externalidades positivas (o, si se quiere, beneficios externos) de los que se habla mucho menos, y donde los sistemas forestales son claros ejemplos de proporcionar a la sociedad un conjunto de servicios ecosistémicos a coste más o menos cero. Por otro lado, en este entorno expectante por una nueva taxonomía financiera, conviene recordar que estas externalidades no están presentes en la contabilidad de las empresas.
Sirva esta introducción para centrarnos en las externalidades positivas, tan vinculadas a las masas forestales. La realidad inicial nos muestra que aspectos como la captura de carbono, la conservación de la biodiversidad, la regulación del ciclo hídrico, etc. no suelen estar correctamente medidos ni valorados, al ser considerados como bienes públicos y, por tanto, el sistema de derechos de propiedad se vuelve imperfecto. Ello conduce a que el mecanismo de precios que habitualmente rige las relaciones económicas no funcione como debiera. La teoría nos dice que, en estos casos de fallos de mercado, las instituciones gubernamentales deberían tomar medidas para mitigar este problema. Por ejemplo, una forma de mitigar las externalidades negativas es invocar el principio de “quien contamina, paga”, y regular al respecto. Sin embargo, para las externalidades positivas no existe, que yo sepa, un recíproco: “quien se beneficia (al menos de forma monetaria), abona”. Aunque resultaría inoperativo aplicarlo indiscriminadamente para algunos casos (por ejemplo, a la hora de disfrutar de un paisaje forestal no se puede excluir a quienes no lo disfrutan), pero sí que se tendría sentido cuando subyacen unas corrientes monetarias que se pueden explicitar.
Sin pretender ser exhaustivo, veamos algunos casos. El primero es el de la captura de carbono. Sabido es que las masas forestales, en ausencia de perturbaciones, acumulan carbono anualmente mientras sigan creciendo. La forma aceptada internacionalmente de contabilizar este carbono es, y esto no se suele comentar habitualmente, bastante avara hacia los sistemas forestales. Pues bien, a pesar de entrar en la contabilización oficial sólo una parte del carbono que realmente capturan, las últimas estadísticas (año 2019) nos informan que el sector LULUCF (“land use, land use change and forestry”) presenta en España un balance neto de más de 37,5 millones de toneladas de CO2 equivalentes. Lo que es lo mismo, compensa cerca de un 12% de las emisiones de todo el país. La pregunta sería: ¿cuánto reciben los propietarios de estas tierras forestales (plantaciones después del año 1990) por esta externalidad positiva? La respuesta es muy simple: cero €. Es decir, el gobierno está apoderándose de un bien público producido, al menos en parte, en terrenos privados (se cuida, hasta ahora, de no proporcionar estadísticas al respecto), y sin ningún atisbo de internalizar (es decir, compensar a la propiedad) este fallo de mercado. No voy a acudir a planteamientos demagógicos multiplicando esos millones de toneladas por el precio actual del carbono en los mercados de emisiones, pero sí que conviene recordar que este carbono tiene un valor de mercado. Sólo es necesario recordar lo que ha invertido España al finalizar el primer período de aplicación del Protocolo de Kyoto para comprar unidades de reducción de emisiones en mecanismos de aplicación conjunta para darse cuenta de que ese coste evitado podría ser un umbral mínimo que se pudiera utilizar para una hipotética compensación. Eso sí, a pesar de estas evidencias, que otorgan un valor notable a este servicio ecosistémico, aún persisten algunos voceras en proponer que el coste de extinción de los incendios lo sufraguen los propietarios forestales. Por cierto, ya que se habla de esta contabilidad ambiental, conviene recordar que las emisiones de carbono de la agricultura (y ganadería) es de 37,8 millones de toneladas de CO2 equivalentes. Es decir, que, por mucho que lo quieran dividir institucionalmente, actualmente el mundo rural o sector agrario (agricultura, ganadería y forestal), es casi neutro en cuanto al balance de emisiones y capturas de gases de efecto invernadero. Creo que este dato presenta una relevancia para el mundo rural, y se olvida muy frecuentemente.
Y ya que hablamos del mundo rural, es reciente la polémica sobre la no consideración del lobo como especie no cinegética, ha supuesto en realidad dirigir las externalidades negativas de esta decisión no a toda la sociedad, sino a una parte muy reducida: los habitantes del medio rural. Es decir, el gobierno ha decidido que, si una zona rural alberga una población de lobos estos sean intocables porque ahí se está produciendo una externalidad positiva. Sin embargo, los costes asociados a esta medida (externalidades negativas) no se reparten de forma uniforme: sólo los que viven en esas zonas los sufren (o los padecen con mucha más intensidad que los habitantes de zonas no loberas). Y los sufren por partida doble, porque todos conocemos los problemas asociados a las ayudas a posteriori y porque se ha eliminado la única forma de controlar las poblaciones (es decir, los costes se incrementarán en el futuro). Todo ello para mayor gloria de citadinos poco empáticos con el mundo rural.
Hay muchos más ejemplos, pero lo que me llama la atención es que uno de los pasos iniciales para intentar revertir estos problemas sería valorar estos servicios ecosistémicos para, a continuación, diseñar un sistema justo de compensación por estas externalidades positivas ahí donde se estime conveniente. Pues bien, la manipulación (en este caso por omisión) de los poderes públicos aquí se debe a no publicitar o no permitir un acceso libre a iniciativas pagadas con los impuestos de todos los españoles y que duermen en algún sitio oficial. Me refiero a los mapas de valor de los proyectos “VANE” y “Evaluación de los Ecosistemas del Milenio“, que recogen mapas de valor para muchos servicios ecosistémicos y para toda España. Eso pudiera ser una base para apoyar iniciativas de pago por servicios ambientales (medidas plausibles para internalizar dichas externalidades positivas), pero parece evidente que no es una prioridad del Ministerio. Estas disfunciones orgánicas también se dan a escalas más agregadas. Me ha llamado mucho la atención que en la reciente estrategia forestal europea no se hable explícitamente de las externalidades positivas que generan las masas forestales y sí de las posibles externalidades negativas vinculadas al uso de la biomasa forestal como fuente de energía. Por mucho que insistan en la necesidad de los pagos por servicios ambientales, hacer referencia sólo a las discutibles externalidades negativas de los sistemas forestales no parece lo más ecuánime en una estrategia forestal.
Para finalizar, nótese que muy ligados a las situaciones que se han comentado están los derechos de propiedad. Por desgracia, en España muchos piensan que los sistemas forestales no tienen dueño y que pueden hacer lo que les venga en gana en el momento que deseen. Este neocolonialismo avanza impulsado por ciertas políticas públicas, y alentado por muchos ágrafos y mindundis subvencionados. Sin embargo, a veces aparece un cisne negro. Me estoy refiriendo a la reciente compra, que no expropiación, del monte Cabeza de Hierro. Esa cantidad abonada incluye de facto una valoración de ciertas externalidades positivas. Cualquier propietario ya tiene un punto de partida para reclamar indemnizaciones, en la vía que estime oportuna, cuando se le coarten sus derechos de uso y disfrute de su propiedad, o cuando pretenda que le compensen por las externalidades positivas vinculadas a la misma.