A lo largo de los distintos años que cubren la formación de un ingeniero, pueden ser muy diversas las disciplinas que ha debido superar para lograr el ansiado título. Sin embargo, al menos existe un común denominador en muchas de ellas: el egresado debe manejarse en las distintas unidades asociadas a las disciplinas que se han cursado. Es más, cualquier ingeniero debería poseer al finalizar sus estudios una especie de sexto sentido para saber si cuando obtiene, o bien le proporcionan un resultado, los números (o su orden de magnitud) son congruentes, y que las unidades son las correctas.
En estos tiempos tan volátiles, el discurso predominante intenta desmontar la idea arriba expuesta por medio de, por ejemplo, la apropiación del significado de palabras. Así, unas veces se intenta sustituir unos conceptos que ya estaban consolidados en diferentes disciplinas por otros más políticamente correctos, mientras que en otras se trata de difuminar el sentido de otras palabras a través de un uso indiscriminado, corrosivo e inoportuno de acuerdo con una determinada moda o corriente más o menos mayoritaria. Es lo que algunos denominan “buzzword”, y, sin pretender hacer una lista exhaustiva de las mismas, un ejemplo muy claro es el uso de la palabra sostenibilidad. Ahora mismo cualquier campaña de marketing debe llevar esa palabra para cualquier fin, y si se puede repetir hasta la saciedad mejor, aunque el receptor del mensaje no pueda percibir toda la dimensión del concepto, aunque ponga mucho interés al respecto Aquí claramente los prosistas de cualquier nivel se aprovechan de su carácter poliédrico, que nos lleva a un concepto que no tiene unas unidades asociadas unívocamente definidas y que, justo por ello, se está utilizando en cualquier tipo de contexto. Ahora parece que todo es sostenible, y, si utilizamos una noción de forma tan masiva que no nos permite discriminar los distintos casos de forma adecuada, ese concepto pierde gran parte de su valor. Es decir, en este caso, el uso de la palabra sostenible se convierte en insostenible. Un paso más en esta línea sería el tema de los ODS, pero eso sería objeto un análisis específico.
Si hablamos de magnitudes, también resulta paradigmático el empleo del tiempo en ciertos anuncios o estrategias empresariales. Mientras que la sociedad está harta de visiones cortoplacistas de los problemas, de falta de acuerdos entre los partidos políticos en aspectos que desbordan la duración de una legislatura, ahora resulta que debemos de fijarnos continuamente en anuncios a largo plazo. Así, centrándonos en el ámbito empresarial aparecen continuamente anuncios de “descarbonización” “carbono neutrales”, etc. para una determinada fecha, que oscila entre 2030 y 2050. Por supuesto, sin explicar mucho más, sólo importa una fecha (o sea, un titular). Si dentro de unos años se cumple o no cuando se ha previsto, pues no pasa nada. Eso sí, por el lado de la oferta de ciertos productos parece que esas previsiones no son interesantes. Poniendo un ejemplo muy concreto vinculado a la realidad forestal: en el contexto en el que estamos de favorecer e impulsar el empleo de la madera en construcción, ¿alguien ha visto algún estudio sobre la oferta de madera (por especies) prevista en España en los años 2030, 2050, o 2100? La respuesta es fácil de adivinar, máxime sabiendo la fobia que muestran algunos a lo todo lo que conlleve caracterizar un determinado mercado.
Siguiendo con este repaso apresurado, voy a detenerme en cómo se puede desacreditar un concepto básico en aras de ofrecer una determinada imagen vinculada a los designios del marketing ecológico. Me estoy refiriendo al uso de la palabra “bosque”. Bien es cierto que es una acepción cuyo significado puede variar entre países, investigadores, sociedades científicas, etc., pero todas esas definiciones presentan unos límites sobre lo que es y no es un bosque. Traigo esto a colación porque ahora parece que cualquier intento de forestación… ya es automáticamente un bosque (el titular de “creando bosques” es fácil de ver asociado a grandes empresas). Pues bien, lanzar unas semillas desde un dron no presupone que se vaya a crear un bosque. No discuto que, si se dan ciertas condiciones, dentro de unos años se pueda hablar de ello. Sin embargo, hasta que se cubran unos estadios, no tiene sentido utilizar este concepto… salvo que se intente vender a toda costa una determinada imagen. Aquí el horizonte temporal, a diferencia de lo que decía antes, ya no es tan importante. Para esos gurús es un bosque desde el momento cero, y punto. Salvando las distancias es como si un embrión de una determinada raza bovina equivaliese a un costillar entero de una vaca de más de diez años. En definitiva, es bienvenido cualquier avance técnico para forestar con drones y puede llegar a ser incluso una “revolución”, pero si no se acompaña a esa forestación unos cuidados mínimos, nos encontraríamos ante una “involución” de la gestión forestal. Por último, me llama mucho la atención que se defienda que el caso real que he planteado sea un bosque, que cualquier plantación que se haga en una zona urbana sea un “bosque urbano”, pero, simultáneamente, a muchas plantaciones forestales perfectamente establecidas se les niegue dicha condición.