Desde hace décadas en ciertos ámbitos de la economía se ha estado investigando sobre un aspecto llamativo y controvertido: ¿cuál es el valor económico de la vida humana? Planteado así, de golpe, puede parecer algo reprobable desde distintos puntos de vista, empezando por un prisma ético o moral. Por otro lado, resulta fácil pensar que el valor de un ser querido tiende al infinito para una persona cercana. Sin embargo, en sentido contrario, también es cierto que nos guste más o menos, desde el punto de vista legal la pérdida de cualquier vida humana puede presentar un valor económico que debe ser restituido. El modo en que se calcula dicho valor se ha sustanciado en distintas teorías desde el sigo pasado, y quizá las dos imperantes son dos: una más cercana al análisis coste-beneficio clásico y otra relacionada con la idea de la disposición al pago por una reducción en el riesgo de morir (a través de cierta mejora en sus condiciones de trabajo, por ejemplo) o, en sentido contrario, la cantidad económica que un individuo debe aceptar por situaciones de trabajo más arriesgadas. Estas teorías habría que complementarlas con métricas recientes que no son directamente económicas y que tienen que ver con el impacto causado en medios, redes sociales, programas de televisión, etc. Cierto es que dicho impacto se podría cuantificar desde el punto de vista económico, pero muchas veces queda reducido en indicadores no estrictamente monetarios.
Esta introducción se enmarca en intentar contextualizar diversas opiniones, algunas de ellas muy extendidas, que aparecen estos días sobre ciertos intercambios («trade-offs») entre vidas humanas y otros atributos. Así, por ejemplo, se dice que “no hay mal que por bien no venga” y se compara («trade-off») las muertes causadas por el coronavirus (“el mal”) con la reducción de la calidad del aire (“el bien”) para demostrar que la ausencia de actividad disminuye la polución en una urbe. Es decir, se pone en la misma balanza miles de muertos con una reducción de los valores de un contaminante, cuando esa reducción está causada por la epidemia que causa dichas muertes. Al final resulta que cada vida humana se asimila a la reducción de unas unidades de polución. También se afirma que el cambio climático será más mortífero que esta epidemia, sin apuntar ningún dato. Así, se compara un hecho hasta hora creo que no cuantificable (el impacto futuro de vidas humanas motivado por el cambio climático) con el impacto del covid-19 que, recordemos, no empieza de cero. Ya van más 38.000 muertes hoy en día y tampoco se puede especular con las muertes futuras sólo en este año, para cuanto más en el futuro. En este caso el valor de estas muertes es inferior a algo incierto, difícilmente cuantificable, y máxime en términos económicos.
Por todo lo expuesto, me parece de una ligereza máxima establecer esta suerte de comparaciones habiendo tantos muertos encima de la mesa, tantas familias destrozadas y tanto dolor. Creo que, para justificar una teoría, una percepción o una idea no hace falta utilizar alegremente este tipo de argumentos tan sensacionalistas… pero a la vez tan reduccionistas, crueles e injustos. Ya que hablamos de vidas quebradas por la aparición de esta epidemia, estoy muy sorprendido por el poco recuerdo y homenaje que se les ha dado en España. Si lo comparamos otras tragedias recientes u otras deleznables muertes que ocurren cotidianamente, no hay color. Por todo ello, espero que una intención última de esos mensajes no haya sido precisamente desviar la atención sobre este hecho tan extremadamente dramático. Por último, mucho ánimo para todos en estos tiempos tan duros.