Humanizando el carbono

El sol delineaba cada hombre con carbón negro. Clarice Lispector: Lazos de Familia

Si hablamos de las moléculas con mayor presencia en la naturaleza, desde niños nos han enseñado que una parte muy importante de nuestro cuerpo es justamente una de ellas: agua. Sin embargo, si analizamos los elementos químicos, después del oxígeno, el más abundante es el carbono. Y eso lo podemos extender a todos los seres vivos, donde está presente en todos ellos, y de múltiples formas, como bien nos enseña la química orgánica. A pesar de esta relación tan directa, el hombre ha tenido una relación con el carbono muy cambiante a lo largo del tiempo, pero siempre marcada por una componente utilitaria muy fuerte. A lo largo de los siguientes párrafos se van a profundizar en dicha relación que, hoy en día, comporta una importante dosis de humanización. 

Siguiendo con los paralelismos con el agua, mientras ésta la podemos encontrar en tres estados diferentes, el carbono habitualmente se encuentra en forma gaseosa, aunque no se excluyen otros bajo ciertas condiciones de presión y temperatura. Lo que encontramos en forma sólida es el carbón, que constituye la primera imagen con la que asociamos al carbono, aunque, desde un punto de vista estricto, contiene una parte de impurezas. No obstante, la comparación con el agua resulta algo extravagante si comparamos el uso y el valor que el ser humano ha dado a este germen de vida desde tiempos inmemoriales. Ello ha conducido a desarrollar incluso ramas científicas (economía del agua) con el fin de proponer medidas sensatas para su aprovechamiento. Nótese que incluso se habla, cuando uno se refiere a atributos relacionados con el agua, no sólo cantidad, sino de su calidad. Quizá a esos niveles no se ha llegado para el carbono, aunque se está convergiendo de forma muy acelerada: sólo hay que recordar expresiones como “carbon zero”, “carbon neutral”, etc. 

Cuando hablamos de carbono en la actualidad nos enfrentamos a una serie de encrucijadas, a veces cambiantes, y que intentan responder a los intereses con que la sociedad ve a este elemento. Estos intereses también presentan un grado de volatilidad, sobre todo si se miden a lo largo del tiempo. Y es que el tiempo está íntimamente ligado a la forma de acercarse a esta sustancia. En efecto, desde hace mucho tiempo existe una contraposición temporal evidente cuando analizamos formas, usos y ciertas propiedades de este elemento. De forma sucinta, estamos continuamente contraponiendo tiempos (o escalas, para que se entienda mejor) geológicos con escalas temporales propias del ser humano. Así, llamamos a un período de una era geológica (Pérmico) el Carbonífero (“portador de carbono”), porque es cuando (hace como trescientos millones de años) se formaron los depósitos actuales de carbón que podemos encontrar en el subsuelo. Durante muchos siglos la extracción de esta materia prima ha sido la principal utilidad vinculada con el carbono. Sin embargo, y como lo que rodea a este elemento suele ser multidisciplinar, desde los años 50 se utiliza un isótopo (el carbono 14) para datar épocas anteriores. Es decir, el elemento se convierte en un instrumento muy apreciado en diferentes ciencias humanas, como puede ser el caso de la arqueología. Pero, desde el punto de vista humano, hablar de lapsos tan amplios no resulta propio, y ante el problema del exceso de carbono en la atmósfera, se fijan tanto hitos a corto (2030) o medio plazo (2050), como se intenta nombrar a la época actual del Holoceno como Antropoceno. Aquí los autores no se ponen de acuerdo, pero algunos propugnan su inicio en 1960 y, causalmente, las unidades de medida para esta época es el carbono existente en la atmósfera. Es decir, que utilizar un solo indicador para reflejar una situación no es exclusivo de una realidad económica (con el PIB), por poner un ejemplo, sino que el Antropoceno se suele medir con un único indicador referido al carbono. 

Esto nos lleva a otra dualidad interesante: mientras hasta no hace mucho el carbono estaba vinculado únicamente al carbón y se creía que un área (país, región, provincia) era más rica cuanto más carbón se pudiera extraer de su subsuelo, en la actualidad no se valora, sino que se penaliza el exceso que pudiera existir, en las mismas unidades territoriales, de carbono, habitualmente medido en unidades de dióxido de carbono. Es decir, mientras décadas atrás prevalecía la visión del carbono como un input en un proceso, en la actualidad la sociedad se fija más en los outputs no deseados de muchas actividades, procesos industriales, etc., reduciéndose a una cifra relacionada con el carbono emitido. Dicho de otra forma, se ha pasado de fijarse en el Carbonífero a hacerlo en el “Carbonoceno” (y perdón por la licencia). Este cambio de input a output no es tan drástico como se pueda uno imaginar, dado que en muchos países el carbón es una de las fuentes primarias de energía más importantes. Dicho lo cual, y volviendo a esa dualidad input/output, se puede dar un paso más y enfocar la visión actual del carbono desde una perspectiva más moderna, donde intervengan palabras clave que aparecen todos los días en los medios de comunicación. Por un lado estaría la economía circular, y, según sus postulados más básicos, lo que se trata es de minimizar el consumo de un recurso no renovable (el carbón) utilizando otros materiales sustitutivos que sí pudieran ser renovables (por ejemplo, la energía solar o la eólica). También se impulsa la minimización de residuos que no se reciclen o se les dé otro uso, y aquí estarían las emisiones de dióxido de carbono. Pero, de nuevo, aparece otra singularidad: hay procesos donde se producen emisiones con signo negativo (es decir, absorciones de carbono), como los ligados a los sistemas forestales, donde los árboles simplemente a través de su crecimiento consiguen fijar apreciables cantidades de carbono, como es el caso de España. En resumen, pasamos de un recurso no renovable, con poca circularidad, a ser parte integrante de lo que hoy se llama bioeconomía, ya que con uso sabio de los recursos forestales se puede aumentar la capacidad de absorción de estas masas. 

Lo hasta ahora comentado es sólo una muestra de la versatilidad de este elemento, y de cómo el ser humano lo ha manejado a lo largo de los últimos años, pero sería necesario añadir al análisis una vertiente más, y muy relacionada con la actividad humana: la económica. En efecto, aunque en tiempos donde sólo se consideraba como un bien con precio de mercado al carbón no existían muchos problemas para establecer unas relaciones de oferta y demanda regidas por un precio más o menos claro. Sin embargo, en las últimas décadas se está intentando dar un valor económico a una externalidad asociada al carbono: bien sea positiva por la anteriormente mencionada captura que realizan algunos sistemas (bosques, océanos, manglares, etc.), o bien negativa en función de las emisiones que realizan industrias, actividades, cambios de uso de la tierra, etc. Es decir, se intenta imputar un precio a cada tonelada de dióxido de carbono, con intentos muy diversos en cuanto a su éxito en distintas partes del mundo, y formándose así mercados de algo impensable hace pocas décadas. De forma paralela también se han humanizado algunos de sus atributos, como puede ser el color. Ya se habla de «carbon blue», «carbon green», etc. En definitiva, se podría calificar como parte de nosotros (igual en vez de árbol de la vida sería consecuente hablar del carbono de la vida), o como un amigo invisible, un invitado insospechado o, para otros simplemente un okupa; no obstante, con independencia de la visión que se le quiera dar, y por mucho que se insista en la descarbonización, el carbono seguirá escabulléndose en otras formas, en otros materiales (nótese que ha habido investigaciones bastante recientes que han recibido los premios más prestigiosos al respecto), para seguir presente en nuestra vida: ya es un patrimonio mundial. 

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