Si uno observa la prensa regional en los últimos meses, no es difícil encontrar noticias, artículos de opinión o reportajes sobre el aumento de daños provocados por la fauna silvestre en varios ámbitos (explotaciones agrícolas, ganaderas, forestales, accidentes de tráfico, transmisión de enfermedades, etc.). Incluso se podría incluir en esta relación un tema mucho más tangencial, pero que pasa desapercibido por producirse en lo rural: el daño a mascotas, sobre todo últimamente en el caso del lobo. Desafortunadamente, este incremento en este tipo de noticias no se está visto acompañado por muchas actuaciones que intenten mitigar o compensar estos daños y perjuicios.
Las estadísticas oficiales sobre cuantificaciones e indemnizaciones compensatorias por estos motivos no existen a nivel nacional, y así es complicado hacerse con una visión global del impacto de este problema. No obstante, y por poner un dato reciente, Jacobo Feijoó (Unións Agrarias) apuntaba hace unos días en un artículo de opinión que los daños por jabalí en las explotaciones forrajeras gallegas se estimaban en 12 millones de euros al año. Si a esto le suman otro tipo de explotaciones agrarias, otras especies, el daño asociado a los accidentes de tráfico, las cifras anuales para toda España pueden llegar ser muy significativas, y seguro no se compensan con los programas de ayudas esistentes para estos daños. Lo que sí tengo claro es que esta ausencia de datos (otro ejemplo, ¿alguien sabe cuántos jabalíes viven en el medio rural español?) concuerda con la política implícita del Ministerio (y de otras CC.AA.) para con la fauna silvestre: han decidido que estos daños los tienen que asumir ciertos particulares como si fuera un nuevo gravamen, sólo que en este caso recae sobre los que o bien tienen su trabajo en el medio rural, o bien viven o transitan por él, nunca sobre los que con sus campañas confunden la protección de la fauna con su último deseo: el exterminio de los habitantes del rural. Es decir, un nuevo paso más en este neocolonialismo sobre los territorios rurales por parte de ecologistas citadinos y otros grupos de presión afines y orgánicos, es decir, urbanos y también subvencionados.
Si se siguen los modelos económicos más elementales, cuando un propietario rural invierte en alguna explotación agraria (agrícola y/o ganadera y/o forestal) lo hace pensando en maximizar la utilidad de su inversión. Obviando el tema de la caza, esta persona pensará en los posibles ingresos de la venta de sus productos, en los costes asociados a los procesos productivos, en el trabajo que le va a suponer, el descanso asociado al mismo, y, a veces, en otros aspectos como en el autoconsumo ambiental que realiza de sus propiedades. Pues bien, este análisis se puede alterar significativamente porque los ingresos se van a reducir por los daños provocados por la fauna silvestre y porque los costes aumentarán porque, o bien deben tomar medidas preventivas no contempladas inicialmente, o porque les han obligado a modificar su función de producción por decisiones políticas muy desatinadas (un ejemplo reciente es la prohibición de la caza del lobo). Dicho de otra forma, se ha decidido (sin ningún tipo de consenso) que valores de no uso asociados a esta fauna silvestre son superiores a los daños que puedan causar a muchos habitantes del rural. Eso sí, los números asociados a esta decisión no existen, o están bien ocultos: nunca se ha estimado ese valor ni se ha demostrado que supere al coste total de los problemas que causa, suponiendo que también se hubiera estimado dicho coste.
Toda esta idea de un rewilding encubierto supone, por un lado, la futura expulsión de habitantes del rural, lo que va en contra del hueco discurso oficial sobre el reto demográfico. Pero, por otro lado, constata una política en lo rural que no es sostenible. Y no es sostenible porque se está obviando la componente económica en la toma de decisiones. La sostenibilidad tal y como hoy se entiende presenta, ya desde la cumbre de Río, un pilar económico, aunque a ciertos sectarios no les guste ni esta palabra ni este pilar e intentan obviarlo, desacreditarlo y ocultarlo en aras de una supuesta mayor conservación. Este sesgo, que quizá presente un carácter ideológico, lleva a prácticas no sostenibles. En definitiva, los que defienden esta laminación de la componente económica a la hora de abordar una planificación en el ámbito rural son los mismos extremistas orgánicos que piden expropiaciones sin ton ni son, que intoxican a la opinión pública ante algunas noticias con informes manipulados, o los que simplemente practican una xenofobia botánica extrema contra ciertas especies arbóreas.
Esta ausencia de datos para justificar ciertas políticas se repite en otros ámbitos. Por ejemplo, es lo mismo que está ocurriendo con los costes asociados a las estrategias de mitigar el cambio climático. En ningún momento se ha mostrado cuál es el coste real de dichas estrategias (no interesa comunicar a cada ciudadano lo que le va a suponer en su bolsillo estas políticas). Tampoco se ha argumentado porqué hay que seguir dichas políticas con los ojos cerrados, sin rechistar y sin preguntar nada, sin tener en cuenta otras posibles soluciones que pudieran buscar un mayor equilibrio entre el desarrollo económico y la protección del medio ambiente. El ejemplo más claro lo estamos viendo con las consecuencias de la política energética desarrollada en los últimos años. Además de la factura de la luz, no hay que olvidarse del impacto del cierre de muchas industrias… situadas (curiosamente) la mayoría en el rural, y que en dichos lugares constituían la palanca industrial de la comarca donde se asentaban.
Volviendo al título de esta entrada, creo que, para intentar fomentar la convivencia en el rural, amenazada por el conflicto existente con la fauna silvestre, un primer paso necesario e imprescindible sería realizar un análisis coste-beneficio sólido asociado a la misma en España. Las decisiones no deben seguir basándose en razonamientos sesgados, ideológicos o emocionales, cuando no manipulados según ciertos comités. Y para ello resulta necesario disponer de los datos, lo más fiables posibles, de la realidad rural en cada territorio. A partir de esas informaciones, se podrían proponer medidas pragmáticas a nivel de cada zona (no tiene porque pensarse en decisiones iguales en todo el territorio), y que no se basen únicamente en el reduccionismo más elemental vinculado a los habitantes del rural.