En esta etapa de renombrar, reinterpretar y, a veces, hacer el ridículo, con ideas que pretenden prejuzgar lo que ha ocurrido siglos atrás bajo la mirada actual, toca hablar de algo que parece se está imponiendo en múltiples foros: la omisión de la necesidad de un análisis económico (por ejemplo, para el manejo de los recursos naturales), o, utilizar un eufemismo para referirse a él, en este caso la denominación “socioeconómico”. Así, y por poner algún antecedente, parece que existe para algunos una especie de necesidad vital de dejar su impronta en el lenguaje inventándose palabras o modificando algunas con prefijos, pretendiendo una autojustificación o, simplemente, oscurecer un concepto que para muchos ya estaba suficientemente claro. Un ejemplo sería el abuso de nuevas palabras que comienzan por el prefijo “co”, llegando incluso a la taxonomía esta espiral de reescribir nombres aceptados. Una de las características de esta ola es la ausencia de pedagogía a la hora de explicar y fundamentar la necesidad de estos cambios. Haciendo una analogía con aspectos cotidianos, sería como si un gobierno municipal se dedica, a diferencia de lo que ocurre en otras capitales, a cambiar el nombre de calles sin explicar en una placa porque se hizo el cambio, quién era la persona ahora denostada que se le hurta de dar nombre a la calle, plaza o avenida y los méritos de la otra persona que reemplaza a la anterior. Sin embargo, otras veces se intenta forzar cierto cambio en el lenguaje de una forma más sibilina, intentando forzar un eufemismo para no mentar ciertos aspectos que algunos (poco) ilustrados consideran como una especie de anatema.
En concreto, me estoy refiriendo a la supuesta dualidad “económico” frente a “socioeconómico”. A mi juicio, no son sinónimos, y cada término tiene su lugar perfectamente delimitado. Por poner un ejemplo que entenderán fácilmente muchos técnicos, a la hora de redactar un proyecto de ordenación de montes en España hay que incluir un apartado denominado “estado socioeconómico” que incluye aspectos relacionados con las condiciones de la comarca, el empleo existente, etc. Es decir, incluye claramente aspectos sociales (características de la población, salarios percibidos, aspectos educativos, etc.), que, por desgracia, a menudo son ignorados en múltiples estudios. Sin embargo, cuando se trata, por ejemplo, de estimar un indicador de la rentabilidad de una plantación forestal, solo se debería hablar de un análisis económico, no socioeconómico. En definitiva, se aborda un análisis económico, pero se tienen en cuenta sus características socioeconómicas o, en otras ocasiones, se prevén cómo pueden afectar al análisis económico ciertos cambios socioeconómicos. De la misma forma que uno puede encontrar diversos libros (algunos de ellos muy citados) que se refieren a la economía forestal como “Forest Economics”, “Economics of Forestry”, “Forest Resource Economics”, etc., no recuerdo ninguno que se llame “Forest Socioeconomics” o “Socioeconomics of Forestry”. Por otro lado, conviene recordar que existe desde el siglo XIX una rama de la economía llamada economía social que, a pesar de su cercanía lingüística, poco tiene que ver con los aspectos socioeconómicos arriba comentados.
En definitiva, se pueden encontrar vínculos por separado de ambas disciplinas (economía y sociología) en muchos ámbitos, normalmente bien justificados. Un ejemplo de ello sería la orden que establece los requisitos para ejercer la profesión de Ingeniero de Montes. Todo lo expuesto hasta ahora no pretende, bajo ningún concepto, minusvalorar o arrinconar la parte social en un análisis ligado con la gestión de los recursos forestales. Siempre habrá que contemplar valores, criterios o metas de tipo social y ello no impide que no se contabilicen (o se excluyan) las de carácter económico. Ambas aproximaciones son necesarias, no son excluyentes y no justifican que armen arabescos pegando las dos palabras sin definir quién lo hace si se refiere a su unión, a su intersección o, directamente, a la exclusión de una de ellas, que es lo que a menudo ocurre con la parte económica. Este mismo razonamiento se puede aplicar al concepto de sostenibilidad, donde ha existido un amplio consenso desde finales del siglo pasado, según el cual se articula en tres grandes componentes: la ambiental, la económica y la social, aunque a algunos necios les interesa obviar la segunda, como he comentado en otra ocasión, o incluso solo admitir una componente ambiental