En los últimos días se ha publicado una síntesis del nuevo informe del IPCC (IPCC Sixth Assessment Report, AR6), donde se desglosa un estado del arte de las emisiones de gases de efecto invernadero a nivel global, para, a continuación, señalar impactos y riesgos tanto a corto como a largo plazo, mediante la construcción de escenarios, y según diversos intervalos de confianza. Estoy convencido que este nuevo informe tendrá una gran difusión mediática, pero lo traigo aquí a colación porque en varias partes de esta síntesis se reconoce el papel de la gestión forestal de forma positiva. Creo que este hecho debe ser destacado, sobre todo en vista del aparente desconocimiento con el que algunos la juzgan.
Es bien conocido que desde la adopción del Protocolo de Kyoto, se ha producido un cambio en la percepción que se tiene de los sistemas forestales, dado que dicho Protocolo admite textualmente que algunas actividades ligadas a la gestión forestal pueden tenerse en cuenta a la hora de compensar las emisiones que realizan los distintos países. Este hecho, por desgracia, ha quedado marginalmente modulado por la importancia que presenta la deforestación en ámbitos tropicales, que conduce a que hoy en día el balance entre deforestaciones y capturas de carbono en terrenos forestales siga muy desequilibrado, y supongan, en 2019 el 22% de las emisiones globales, según el citado informe del IPCC. Para desgracia de los propietarios forestales situados en países desarrollados, se ha priorizado en gran medida la reducción de la deforestación y los procesos de cambios de uso del suelo (forestaciones) a otras formas de mejorar el stock de carbono, tanto en las masas forestales, como en los productos asociados a determinados aprovechamientos.
Ello ha significado que esta última posibilidad, conocida genéricamente como “Improved Forest Management, IFM” (que he traducido literalmente como gestión forestal mejorada en el título de esta entrada) empiece a tenerse cada vez más en cuenta en algunos mercados voluntarios de carbono, aunque se siga obviando en mercados oficiales. Este cierto auge debería verse validado e impulsado por el aval de este informe del IPCC que dice textualmente que estas prácticas son técnicamente viables, con costes asumibles, habitualmente aceptadas por el gran público y, dependiendo del contexto, pueden mejorar diversos servicios ecosistémicos, entre los que particulariza la conservación de la biodiversidad, además de empleos en las comunidades rurales. Es decir, que esta forma de mejorar los balances netos de carbono en los sistemas forestales presenta, según esta fuente, externalidades positivas concretas y, en definitiva, más parabienes que las forestaciones en terrenos agrarios, de las que se citan posibles inconvenientes.
Esta noticia supone, a mi juicio, un espaldarazo a opciones intrínsecas en la gestión y que hasta ahora no han estado reconocidas en el manejo de nuestros sistemas forestales (sí en otros, como los proyectos REDD+, o en otros vinculados a mercados de carbono voluntarios), y que los gestores saben abordar perfectamente. Sin pretender ser exhaustivo, modificaciones en el turno con el fin de retrasar la corta y, de esta forma, obtener unos productos de madera aptos para usos donde el carbono permanezca más tiempo, han estado siempre en el imaginario forestal. Lo mismo se puede decir de acciones selvícolas conducentes a eliminar árboles suprimidos o enfermos, o de aplicar las medidas necesarias para evitar fallos en la regeneración natural, promover zonas sin cortar o cambios en la forma principal de masa (por ejemplo, hacia masas irregulares pie a pie) han sido acciones que muchos forestales han llevado a cabo en su actividad profesional. O incluso acciones que hoy en día son comunes como no retirar, en circunstancias normales, toda la madera muerta de los rodales. Incluso algunos autores incluyen en esta clasificación las medidas de gestión para reducir el daño provocado por un hipotético incendio forestal. En resumen, muchas de dichas acciones se hacían en base a otros objetivos pero en la actualidad ya se justifica también por el lado del carbono.
Desde el punto de vista institucional, se mantiene la falta de empatía con la gestión forestal en el Ministerio implicado. Ni el RD de Huella de Carbono (163/2014) ni el reciente borrador que lo modificará y que ha estado en exposición pública habla expresamente de ella como lo he definido anteriormente. Es más, los proyectos de absorción que están registrados hasta ahora en el Ministerio corresponden sólo a dos tipologías: forestación de terrenos no forestales y regeneración tras un incendio forestal. Es decir, no permiten tener en cuenta los IFMs. Sí que debe señalarse que en otros documentos oficiales se rescata un eufemismo (“cambio de uso de la tierra y selvicultura”), pero ya se han puesto ejemplos de IFM que no tienen que ver con la selvicultura, y sí con la gestión forestal. Si estoy en lo cierto y en ese eufemismo (que nunca han explicado en qué consiste) se incluye el IFM, sustituir el concepto de gestión forestal por el de selvicultura constituye un grave error conceptual, error que se mantiene en documentos como la Estrategia Forestal Española 2050.
Por otro lado, antes he mencionado que, según el IPCC, estas medidas son habitualmente aceptadas por el gran público. Pues bien, esta afirmación no es del todo cierta en España, como sí se indica acertadamente en la citada Estrategia Forestal Española 2050 (se dice textualmente que la opinión pública es contraria a la gestión forestal). No confío que este informe cambie la situación, pero sí que añade un motivo más para perseverar en el intento de aplicar la mejor gestión posible en cada uno de los sistemas forestales que tenemos en España. Creo que los forestales tenemos una ventaja indudable sobre aquellos que critican acciones de gestión forestal por motivos espurios: estamos acostumbrados a pensar y a tomar decisiones manejando al menos y simultáneamente, tres perspectivas: la espacial, la temporal y la económica. Y hablando de la temporal, siempre se procura analizar el pasado para aprender de los errores y cómo asumir las situaciones no deseadas que han sucedido en los últimos años pero, sobre todo, para pensar en el futuro, que es lo que debe ocupar más tiempo a la hora de la toma de decisiones. Pues bien, los que habitualmente critican la gestión forestal se caracterizan muchas veces por mirar sólo al pasado, obviando las otras dos dimensiones, presos de un terrible e incomprendido (creo que hasta por ellos mismos) bucle melancólico.
Otra característica que presentan aquellos que realizan críticas de fondo a la gestión forestal es utilizar un lenguaje desmesurado y, en ocasiones, agresivo y que presumiblemente cala en la sociedad urbana. Por poner unos ejemplos sencillos, no se puede estar todo el día hablando de “cortas desmesuradas”, “talas masivas”, “especies alien”, etc. para referirse a actuaciones que afectan al día a día de muchas comarcas rurales y que ni quieren entender ni, sobre todo, respetar a los habitantes de esas zonas. Ese tipo de léxico no se utiliza cuando se pretende criticar, por ejemplo, supuestas malas praxis en otros ámbitos (medicina, otras ingenierías, etc.), pero parece que muchos han nacido con profundos conocimientos dasonómicos que los llevan a despreciar el saber y la experiencia de los profesionales forestales. Los que promueven una xenofobia botánica, el neocolonialismo en el rural, los que no respetan la propiedad y los seguidores de ciertos observatorios de la sostenibilidad insostenible, entre otros, necesitan de estos abalorios terminológicos para apuntalar sus débiles argumentos, pero los forestales no debemos situarnos a su bajura. En mi opinión, debemos seguir reivindicando la necesidad de una gestión forestal activa, acorde en cada caso con los objetivos que se pretenden alcanzar y aprovechar el aval que otorga un informe como este del IPCC para demandar que se promocionen tanto este tipo de proyectos como otros que favorezcan la existencia de una gestión forestal real en muchos sistemas forestales huérfanos de ella.