Desde un tiempo atrás he observado cómo se está extendiendo una postura que promulga (por cierto, sin base científica), no ya la desnaturalización, sino la omisión del análisis económico o de herramientas básicas de éste en la toma de decisiones relacionada con la gestión de los recursos naturales. Me parece un absoluto disparate, y voy a mostrar unos ejemplos en esta línea, partiendo de una premisa que a veces no se quiere entender: si estamos en un proceso de toma de decisiones para la mejor gestión de un sistema natural, introducir conceptos, teorías, o modelos propios del análisis de económico no significa que la solución finalmente elegida tenga que ser necesariamente la mejor desde un punto de vista económico. Simplemente, este tipo de recursos nos proporciona informaciones muy valiosas sobre aspectos que nos ayudan, por ejemplo, a priorizar unas alternativas sobre otras.
El primero que traigo a colación es un artículo reciente firmado por prestigiosos ecólogos del CREAF donde los autores analizan con gran precisión la evolución del consumo de materias primas donde, en los últimos años, han primado los recursos no renovables (minerales) frente a otros de origen biológico. La tesis de estos investigadores es que el incremento de la demanda de estos elementos (citan hasta 29) resulta insostenible a una tasa anual de crecimiento del 3% y que ello puede provocar el agotamiento de metales como el oro o el antimonio dentro de pocos años (año 2050) y otros en menos de 100 (Mo, Zn). Pues bien, cualquier alumno que haya cursado un curso de economía de los recursos sabe que el agotamiento de un recurso no se puede analizar obviando la oferta y demanda de este. Cualquiera que tenga memoria habrá escuchado predicciones sobre el agotamiento del petróleo… desde hace décadas, y los datos nos dicen que las variaciones del precio real del petróleo no se deben a esta supuesta escasez. En definitiva, cuando un recurso empieza a agotarse, su precio relativo subirá por la presión de la demanda y la reducción de la oferta, pero llegará un punto en que ese recurso dejará de demandarse, bien sea porque el precio sea astronómico, o bien porque la industria ha hallado un producto sustitutivo. En definitiva, este tipo de predicciones resultan erróneas sin añadir la componente económica en el análisis.
No obstante, se debe reconocer que resulta frecuente, por desgracia, comprobar cómo se realizan previsiones a largo plazo sin considerar aspectos clave asociado al funcionamiento de las economías. Un ejemplo muy claro es la poca atención que se suele prestar a uno de los motores que permiten el crecimiento de la economía de cada país: el cambio tecnológico y la innovación. Es decir, constantemente se están mejorando procesos, registrando nuevas patentes, descubriendo nuevos productos y servicios, avanzando en la factibilidad comercial de ciertas innovaciones pretéritas, etc. Como bien afirma el Profesor Javier Díaz-Giménez en su podcast dominical junto con Miguel Ors, continuamente hay miles de personas escribiendo nuevas líneas de programas que seguramente permitirán avances futuros en el bienestar de las personas. Pues bien, en el artículo anterior olvida este hecho, pero hay múltiples ejemplos al respecto. Uno bien claro sería la no incorporación directa de esta variable en escenarios de cambio climático. Así, los informes del IPCC abordan la innovación sólo de un modo parcial, ya que no se contempla explícitamente la incorporación de nuevas tecnologías disruptivas. Es decir, se asume que las tecnologías existentes (por ejemplo asociadas a la producción de energía) son las mismas que permanecerán dentro de más de 45 años, y esta premisa no suele explicitarse en los escenarios sobre cambio climático. La innovación es hoy más necesaria que nunca, y conceptos como la eco-innovación (asociada a los beneficios ambientales producidos por prácticas como la economía circular), innovación colaborativa o la aplicación de la innovación a la propia economía circular ofrecen soluciones que la sociedad demanda para integrar sus objetivos de integrar respetuosamente el capital natural, el capital humano y el capital manufacturado con el fin de alcanzar sus legítimas metas.
Otro ejemplo muy claro a nivel nacional son las proclamas “masivas” de cierto observatorio de la sostenibilidad, bien protegido desde ciertos poderes políticos, que proclama una sostenibilidad excluyente, ya que obvia el necesario pilar económico. Ello conduce irremediablemente a una nueva sostenibilidad insostenible, o a otro tipo de sostenibilidad que no se parece a lo que quiso expresar quien definió esta palabra en el siglo XVIII ni, mucho más recientemente, lo que afirmaba Gro Harlem Brundtland en el afamado informe que lleva su nombre, por citar sólo dos personas muy relevantes. Tampoco, por cierto, a la idea de sostenibilidad incluida en la Agenda 2030 donde se reconocen 17 objetivos de desarrollo sostenible incluyendo de forma nítida una dimensión económica (incluso en el título de alguno de ellos). Por otro lado, en esta línea de obviar el análisis económico, también resulta fácil encontrarse con artículos, proclamas y comentarios por parte de advenedizos teóricos sobre ciertos aspectos económicos, cuando se han acercado a esta disciplina de una manera frugal, incompleta y oportunista, sólo con el fin de justificar sus ideas políticas y/o mantener su cuota mediática. Cuando escuchan o lean discursos que parece que están bajo el paraguas de proclamas éticas, que defienden unos principios que muchos compraríamos, pero que no se sabe cómo se articulan, o bien tienen solo sentido bajo sus principios políticos, aconsejaría realizar un prudente ejercicio de desconfianza activa.
Volviendo al tema que nos ocupa, me gustaría aportar un dato que a veces pasa desapercibido: desde hace poco tiempo la revista Nature, creo que suficientemente conocida y respetada, incluye en su Comité Editorial a investigadores en temas económicos, con lo que se aparta de lo que se denuncia en esta entrada. Ello parece sensato porque la transversalidad del conocimiento científico requiere, precisamente, no olvidarse de ninguna componente que pueda afectar, por ejemplo, a aspectos de gestión de los recursos naturales. En definitiva, quisiera insistir (sobre todo si esta entrada la está leyendo un estudiante) en que incluir en la toma de decisiones la componente económica implica mejorar dicho proceso y contar con más argumentos a la hora de justificar la alternativa que se considera más adecuada. Para acabar, voy a recomendar un artículodel año pasado donde se aplica el análisis económico a una cuestión a priori bastante elemental: ¿se debe valorar monetariamente el servicio ecosistémico relativo a la producción de oxígeno en la tierra? Además, si la respuesta fuera afirmativa, ¿cómo se realizaría esa hipotética valoración? Las respuestas están en este trabajo, pero se concluye que sólo se debería realizar dicha valoración en los casos en que se demuestre una contribución al bienestar humano. Además, se explica sus vínculos con la contabilización del servicio ecosistémico asociado a la captura de carbono. En definitiva, lo que inicialmente pudiera ser una respuesta binaria (valorar o no hacerlo), el análisis económico justifica una solución intermedia mucho más convincente. Quizá pueda ser sugestiva esta aproximación para todos aquellos que trabajan, por ejemplo, en temas relacionados con la medición del capital natural.